La escritura y la
oralidad
Para
unos, la escritura nació entre los agricultores de la Mesopotamia y de
confines del Irán; para otros, es un fenómeno urbano. Sea como fuere, aquí
retendremos los siguientes hechos que parecen indiscutibles:
1) Sea
cual fuere su lugar de nacimiento, la escritura fue “inventada” por necesidades
prácticas (hacer la contabilidad, redactar contratos, leyes) y no por
necesidades literarias: numerosas sociedades han tenido largo tiempo a la vez
una escritura limitada a esos dominios y una literatura oral.
2) A
causa de ese origen, pero también a causa de la evolución de las sociedades, la
escritura fue primeramente propiedad de las clases sociales en el poder. Es
decir que la escritura nació de una necesidad del poder, religioso o feudal, y
se extendió solo muy lentamente en el conjunto de la población.
3) Si
abordamos ya no el problema de las relaciones entre clases sociales en el seno
de una misma sociedad, sino el de las relaciones entre sociedades con escritura
y sin ella, vemos que las primeras han considerado a menudo las segundas como
inferiores, precisamente en nombre de esa ausencia de escritura.
Por lo
tanto, consideraremos la escritura un hecho social, y como tal, ligado a los
fenómenos del poder, al mismo tiempo que un hecho cultural que, en la ideología
dominante, ha servido a veces de fundamento al desprecio del otro. Sin embargo,
hasta ahora sólo abordamos la emergencia de la escritura. Hoy día, empero,
debemos distinguir cuidadosamente entre la invención
y el préstamo. En el primer aso,
el encuentro de un sistema gestual (la lengua) con un sistema pictural (su
transcripción escrita) es el resultado de un largo proceso de maduración al
mismo tiempo que la respuesta a una necesidad social: no se ha inventado la
escritura por el placer de escribir sino porque se tiene algo para anotar, algo
que es necesario conservar en la piedra o el pergamino. En el segundo caso, en
cambio, la introducción de la escritura en una sociedad de tradición oral es
más bien signo de un abuso de autoridad (“coup de force”):
. el momento de esa
introducción no es producto de la evolución histórica de la sociedad en
cuestión;
. la necesidad a la que
responde esa introducción suele ser exógena y presenta una contradicción con lo
que señalábamos más arriba: en general, cuando se dota de alfabeto a una lengua
se piensa en la transcripción de la literatura oral, mientras que le emergencia
histórica de los alfabetos no responde a necesidades de tipo literario;
. la propia elección del
alfabeto es exógena, en general inspirada por el modo de transcripción de una
lengua de prestigio o una lengua colonial.
El
problema del préstamo de la escritura
nos parece importante porque hoy día la mayoría de las sociedades de tradición
oral se ven confrontadas a operaciones de alfabetización que tienden, con los
mejores motivos del mundo, a pegar un alfabeto sobre la oralidad. Si hay una
historia de la escritura, historia a la vez semiológica y social, en ciertas
culturas del Tercer Mundo hay una aceleración de esa historia cuyos efectos son
difícilmente previsibles pero que merecen nuestra atención.
La lección de escritura
Que la
escritura sea, en su origen, uno de los atributos del poder es un hecho históricamente
fundamentado y casi indiscutido. Sin embargo, la interpretación de ese hecho
debe ser prudente, porque si es mecanicista o apresurada puede llevar a ciertas
aberraciones. El mejor ejemplo de esto es la teoría que Claude Lévi-Strauss
sacó de un incidente producido durante su estadía entre los nambikwara. (Cf. Tristes Trópicos).
Veamos
ahora la forma en que el autor teoriza sobre el incidente.
1) Primero formulará un diagnóstico de lo ocurrido,
oponiendo el “fin sociológico” de la escritura a su “fin intelectual”.
2) Luego se interroga sobre la aparición histórica de la
escritura y sobre las consecuencias de esa aparición: la presencia o ausencia
de escritura, ¿permite separar la civilización de la barbarie? Lévi-Strauss da argumentos que refutan esa
idea, y los encadena con el hecho de que el único fenómeno que la ha acompañado
fielmente es la formación de las ciudades y de los imperios, es decir, la
integración de un sistema político de un número considerable de individuos y su
jerarquización en castas y clases.
3) Pero luego ampliará su propósito y pasará de la
observación precedente, que no ofrece originalidad alguna, a una interpretación
ideológica más original:
Si la escritura no bastó para consolidar los
conocimientos, era quizás indispensable para fortalecer las dominaciones.
Miremos más cerca de nosotros: la acción sistemática de los Estados europeos en
favor de la instauración obligatoria, que se desarrolla en el curso del siglo
XIX, marcha a la par con la extensión del servicio militar y la
proletarización. La lucha contra el analfabetismo se confunde así con el
fortalecimiento del control de los ciudadanos por el Poder. Pues es necesario
que todos sepan leer para que este último pueda decir: la ignorancia de la Ley no excusa su cumplimiento.
4) Ahora no queda más que concluir la demostración
volviendo a los nambikwara después de un rodeo por los jóvenes Estados que,
cuando acceden a la escritura, se prestan al mismo tiempo a una suerte de
complicidad con la sociedad internacional de poseedores.
Se ve
que el atajo que lleva del incidente nambikwara a la denuncia de la escritura
se basa en una visión rousseauniana un poco primaria del problema, así como en
un marxismo bien mecanicista. Si aludimos aquí al marxismo, cuando Lévi-Strauss
no es clasificado tradicionalmente dentro de esa corriente filosófica, es
porque él mismo se ha reclamado marxista en condiciones reveladoras. En efecto,
Maxime Rodinson había criticado severamente Tristes
Trópicos en la revista La Nouvelle Critique, y Lévi-Strauss escribió a dicha
revista que su obra proponía
“además de una
hipótesis marxista sobre el origen de la escritura, dos estudios consagrados a
tribus brasileñas -caduveo y borero- que son tentativas de interpretación de
las superestructuras indígenas fundadas en le materialismo dialéctico”.
Por
ende, si tomamos a Lévi-Strauss al pie de la letra, debemos considerar la
escritura una de las armas de la explotación del hombre por el hombre, y los
progresos de la alfabetización, un retroceso, puesto que someten al hombre
libre al estado de servidumbre. Si la escritura tiene por compañera la
perfidia, cuando menos escriba y lea el hombre, tanto mejor estará. De un lado,
la bondad natural, original, del hombre libre; del otro, la degradación sucesiva
al “progreso”: se reconoce aquí una traducción de ciertas tesis de Rousseau,
como la que podría hacer un bachiller. Si, en efecto, el salvaje luego se
volvió una moda, no es exactamente esa moda la que se manifiesta en el capítulo
Tristes Trópicos aquí analizado, sino
más bien las premisas de un ecologismo apolítico que aparecerá veinte años
después de la publicación del libro. Jacques Derrida, en el curso de una muy
larga crítica de este texto, atrapa a Lévi-Strauss con una fórmula sin
contemplaciones:
“En ese texto,
Lévi-Strauss no hace diferencia alguna entre jerarquización y dominación, entre
autoridad política y explotación. la nota que gobierna esas reflexiones es la
de un anarquismo que confunde deliberadamente la ley y la opresión” (J. Derrida, De la gramatología, Bs.As., Siglo XXI,
1971).
Y, en
las mismas páginas, señala todos los pasajes de Rousseau que pudieron inspirar
a Lévi-Strauss (“El niño que lee no piensa...”, “El abuso de los libros mata la
ciencia”, “No hay que leer, hay que ver”...). Pero el problema que aquí se nos
plantea no es el de una querella sobre la interpretación de Rousseau, sino el
mucho más importante del análisis político de las sociedades de tradición oral
en sus relaciones embrionarias con la escritura: esa aceleración de la historia
de la que decíamos más arriba que sus efectos son difícilmente previsibles.
Está
claro que la introducción “brutal” de la escritura en las sociedades de
tradición oral acarrea problemas. Pero esos problemas no pueden plantearse
correctamente en los términos escogidos por Lévi-Strauss. Su rousseaunianismo
selectivo, su marxismo ingenuo y cursivo lo llevan a excesos teóricos que tocan
a la ideología. Confundir ley y opresión, creer que toda organización
jerárquica en la que el poder posee, entre otras armas, la escritura, hace de
la escritura un medio de explotación es signo de una visión estática, bien poco
dialéctica, de parte de quien se reclama (lo que dura una carta, es cierto)
materialista dialéctico. Hemos recordado que la posesión de la escritura es una
de las formas del poder. Pero eso no nos permite en absoluto asimilar escritura
a opresión y oralidad a libertad o a bondad original. Hay aquí un facilismo
teórico que lleva a oponer en los mismos términos (opresión/libertad)al médico
al curandero, la calefacción central al fuego de turba, la electricidad a la
lámpara de aceite y, si llevamos el razonamiento al absurdo, la higiene a la
mortalidad infantil.
De
hecho, si la lengua tiene un papel no secundario en las relaciones de fuerza y
si la posesión de la escritura es históricamente una de las formas del poder,
todo el problema es saber cómo aquellos que no tienen escritura pueden
adquirirla y utilizarla. Al respecto contamos con los ejemplos de las
sociedades occidentales y los progresos de la alfabetización, pero nos
atendremos al caso de la sociedad de tradición oral en la historia
contemporánea.
Ext. de Calvet, L.-J. La tradition
orale, París, P.U.F., 1984.
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