La cultura escrita: un instrumento de opresión
D. P. Pattanayak
En este libro, como en
muchos otros anteriores, se insiste en teorizar sobre las ventajas de la
cultura escrita. Las teorías que proclaman la superioridad de la cultura
escrita sobre la oralidad, antes que las diferencias entre ambas, tienen un
efecto descalificador respecto de los 800 millones de individuos del mundo que
no saben leer ni escribir y que, en consecuencia, son catalogados como
ciudadanos de segunda clase. Hasta Havelock (1991), quien advierte sobre el
“peligro de la cultura escrita”, y Ong (1982), que habla de la “oralidad
marginal”, incurren en el mismo prejuicio. Ananda Coomaraswamy (1947) la llama
justificadamente “la maldición de la cultura escrita”; Shirali (1988) dice que
“el poder y la arrogancia de la cultura escrita no conocen límites”.
El
analfabetismo es asociado con la pobreza, la desnutrición, la falta de
educación y las medidas sanitarias, mientras que la cultura escrita suele
equipararse con el crecimiento de la productividad, el cuidado infantil y el
avance de la civilización. Shankar (1979) ha mostrado que la correlación entre
la cultura escrita y la adopción de prácticas agrícolas perfeccionadas no es
significativa. Stubbs (1980) señaló que es muy poco lo que sabemos sobre las
funciones sociales de la cultura escrita. Hay escasas pruebas de que la cultura
escrita haya civilizado a la humanidad. Sin embargo, las teorías mencionadas
han subsistido y los estudiosos occidentales han persistido en afirmar que “la
cultura escrita cumplió un papel decisivo en el desarrollo de lo que podríamos
llamar la ´modernidad´” (Olson, 1986). Estas exageradas atribuciones no solo
han generado teorías opresivas sino que también les han dado armas a burócratas
y a gerentes, políticos y planificadores, para perpetuar la opresión en nombre
de la cultura escrita y la modernización. En estos debates, lo que se pasa por
alto es el hecho de que la cultura escrita es una estrategia por excelencia. No
es como si ser iletrado fuera equivalente a no ser humano ni civilizado. Lo que
hay que ver es el grado y el tipo de racionalidad de los iletrados y los
analfabetos, y luego mostrar cómo la capacidad de leer y escribir amplía y
enriquece cualitativamente esa racionalidad. Tanto los iletrados como los
analfabetos están insertos en el ámbito de la cultura escrita, y por
consiguiente las modalidades letrada e iletrada de discurso se complementan, en
lugar de contrastar una con la otra. Se debe entender que la capacidad de leer
y escribir no es una solución para todos los problemas, sino un problema a ser
examinado por derecho propio.
Las
categorías de análisis entre las tradiciones oral y escrita a menudo se
superponen. Olson (1986) ha sostenido que la cultura escrita implica una serie
de cambios lingüísticos, cognitivos y sociales que son resultado de:
1.
un sistema de escritura y de acumulación de textos,
2.
instituciones para utilizar los textos,
3.
evolución y adquisición de un metalenguaje para hablar
sobre los textos e
4.
instituciones y escuelas para la instrucción de estas
prácticas de lectura y escritura.
Correspondientemente,
se puede decir que la oralidad comprende
1.
un sistema de recitación, memorización y acumulación de
textos,
2.
instituciones para utilizar los textos,
3.
evolución y adquisición de un metalenguaje para
interpretar y explicar los textos e
4.
instituciones y escuelas para la instrucción de estas
prácticas orales.
La
tradición védica en la India,
los historiadores orales de África, los intérpretes orales de relatos épicos de
Europa y Asia que conservaron la tradición oral, crearon el metalenguaje para
hablar sobre los textos y propagaron la tradición a través de “escuelas” que
ejemplificaban las categorías postuladas para la oralidad. Si, como escribió
Donne, las cartas sirven tanto como las conversaciones para “unir almas”,
adjudicar a las cartas todas las consecuencias de la modernidad constituye un
acto de opresión.
[...]
En la India existía la tradición
de fijar los textos oralmente. Esta tradición se mantuvo durante miles de años.
Los budistas se basaron más en los textos escritos que los hindúes. Aun en ese
caso, lo escrito y lo oral se apoyaban mutuamente. En la tradición hindú, como
en el budismo tibetano, la palabra de boca del gurú era el medio supremo de
transmitir conocimientos; de la misma manera, en nuestra sociedad actual, el discurso del docente
suplementa al libro. Narasimham, basándose en la Tabla de Bols, subraya la
necesidad de considerar la oralidad como un sistema distintivo y no como meros
símbolos articulados que luego pueden ser transcriptos. Entre los años 800 A.C. y 200 D.C., se
produjeron cambios en el mundo, en el que surgieron desde filósofos y líderes
religiosos hasta pensadores en puntos geográficos tan diversos como Grecia y la China, y uno de los
principales efectos de esos cambios fue la creación del texto. Hubo una tensión
creativa entre los textos orales y los literarios, que Narasimham pone de
relieve llamándola el fenómeno de la “literariedad” y que se basa en los
principios de la reflexión y la tecnología.
[...]
En lo
que respecta a la reorganización de la estructura del lenguaje y la
modificación de la conducta, hay que reconocer que el proceso de enseñanza no
consiste meramente en introducir proposiciones y reglas en la mente del niño.
Hay notables procesos dentro de nosotros mismos que dan lugar a
reorganizaciones internas. La complejidad de las relaciones entre el sonido y
la ortografía, como por ejemplo la pronunciación de la sílaba “ea” en las
palabras inglesas “read” y “dead”, pone de relieve diferencias individuales que
determinan que el aprendizaje de la lectura se logre a veces sin esfuerzo y
otras veces sea un proceso dificultoso.
La escritura silábica cri es un ejemplo de un sistema de
escritura sin cultura escrita textual o con apenas una cultura textual limitada
a la Biblia. La
variación en la cantidad y la frecuencia del aprendizaje y la existencia de un
sistema de marcación de caminos entre los cri nos están indicando que la
capacidad de crear textos es un proceso socialmente determinado y que el
sistema racionalista de instrucción, comenzado no con el niño sino con adultos,
da buen resultado cuando se aprende en forma pausada. El hincapié en la
pedagogía es un rasgo de la sociedad de masas, en la que se niega la autonomía
del docente para fijar el ritmo de la instrucción. La solución se encuentra en
algún punto intermedio.
La
educación de adultos sans cultura
escrita vincula directamente la experiencia personal y el entorno objetivo.
Bajo condiciones de oralidad, las personas identifican y resuelven problemas
trabajando juntas. La cultura escrita provoca una ruptura de la unidad: permite
y promueve la iniciativa individual y aislada para identificar y resolver
problemas. La cultura escrita La cultura escrita produce un tipo distinto de
unidad, pasando a través de los distintos grupos sociales y estableciendo
nuevos grupos de interés que manipulan a los analfabetos para satisfacer sus
propios intereses.
En: D. Olson y N.
Torrance (Comps.) Cultura y oralidad.
Barcelona, Gedisa, 1991.
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